En la entrega anterior, les comentaba que el
hablar de Oriente es sumamente particular. Hablamos con ceceo y, en ocasiones,
tan rápidamente que es difícil para él no acostumbrado entendernos. Nuestro
argot incluye términos muy particulares: nuestros abuelos se encalamucaban (se
enredaban) si los apurábamos.
Tendemos a mochar o mancar (disponer
o gastar) los reales del presupuesto casero; ¡ya manqué los
riales de las hallacas! Nos encanta el mantequeo (hacer
poco, ganar mucho y ufanarse de ello), y abusamos del manguareo (el dolce far niente:
¡tengo una flojeeeraa!). En la familia siempre hay un mano floja (el
que gasta dinero a troche y moche), y también
tenemos al mano
larga, al bolero (atrevido,
malcriado y respondón), y al manganzón (perezoso,
holgazán, y de paso, ¡consentido!). Los nietos son el
delirio de los abuelos y si caminan rápido, mejor. Por complacerlos, algunos
terminan cambaos o cambetos (esto
es, con las piernas en arco hacia afuera).
En la amplitud de nuestro lenguaje y
geografía, en los llanos, a esos especímenes se les denomina patizambos o manetos (con
las piernas en arco hacia adentro), y a las personas de extracción humilde se
les dice camisa
de mochila (esto es, sin un centavo en el bolsillo). A los muchachos
malucos, bravucones e incorregibles, se les denomina mandinga o mandinguita,
según la edad del interpelado. ¿Vives en una casita de bahareque con techo de
láminas de zinc y el agua se cuela? Entonces tienes un manare por
vivienda. También es común escuchar “fulano está prendío”. No, no
es la antorcha humana, solo bebió en exceso. Estas son las maravillas de
nuestra lengua. Si quiere saber más, no deje de leer nuestra próxima entrega.
Autor: M.
Sc. Jesús Navas Bruzual
Lingüista
& Traductor
IUTIRLA Extensión
Cumaná
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